Era un
viaje muy largo. Tan largo que no merecía la pena llevar apenas nada. No sabía
cómo llegar, ni sabía cuando volvería. Pero nada de eso tenía importancia.
Algún día visitaría una casa de té y me sentiría cerca de Sayuri San. Algún día
pasearía por las calles de Gion y sentiría el olor
de la madera y del perfume de sus okiyas. Sólo estar cerca de una
geisha habría compensado cualquier contratiempo que pudiera surgir en el
camino.
Foto: tokyobling.wordpress.com |
El idioma
desde luego sería un obstáculo. Conseguí aprender mi primera frase en
japonés: Nagoya-eki wa doko ni arimasu ka?.
Tal vez ni siquiera fuera exactamente así, pero era cuanto necesitaba saber a
mi llegada. Sin duda el problema sería entender la respuesta, pero ese puente
ya lo cruzaría cuando llegara.
No iba completamente a la aventura. Antes de dirigirme a mi
destino, debería visitar a alguien conocido que me enseñaría los mínimos para
moverme en el país. No es menos cierto que llegar a Ugata era más complicado
que llegar a Kioto, pero el aprendizaje compensaría el esfuerzo. Había imaginado
muchas veces la llegada, pero apenas respiré el aire japonés me di cuenta de
que la realidad contenía mucha más magia de la que había alcanzado a figurar en
mis sueños más delirantes.
Fue un regreso a la infancia. No podía leer, no conocía las
reglas sociales, no sabía contar las monedas, no sabía cómo coger un tren...
Tenía que aprenderlo todo. Por alguna razón, todo eso me hacía sentir
reconfortado. Al igual que los adultos tienden a cuidar espontáneamente a un
niño desvalido, los japoneses se esforzaban por hacerme la vida fácil. Y eso me
hacía sentir niño, y me hacía sentir bien. La vida cobraba un color y una
ilusión que casi había olvidado.
Eran mis
primeras horas. Logré subir al tren en dirección Nakagawa. Mi primer gran
éxito, que disfruté igual que un niño disfruta el primer viaje sin sus padres.
Me llevó mucho tiempo averiguar dónde debía bajarme. El revisor ponía todo su
interés en explicarse, pero nada de eso servía con mi nulo conocimiento del
idioma. Por fin encontró la solución: sacó un papel con sumo cuidado, escribió
unos kanjis que según parece
decían Ugata, y debajo 17:11. Aquel día aprendí que en Japón la puntualidad era
muy importante. Me quedaban unas horas y muchas paradas, y en el camino tuve
mis primeras sensaciones del país. Esperaba un entorno más urbano, pero empecé
a notar cómo la naturaleza se colaba en cada minuto de la vida diaria japonesa.
Las puertas torii reservaban espacios
sagrados aquí y allá, espacios de paz, de quietud, de reconexión con el yo más
íntimo. A las 17:11 el tren paró en una estación pequeña. Me bajé y conseguí
encontrar unos kanjis iguales a los que me había pintado el revisor. Estaba en
el sitio correcto, había llegado a Ugata.
Por fin llegó el día. De forma accidental,
sin programarlo, me encontré en Kioto. Me dejé ir por la ciudad para perderme y
descubrir. Sin buscarlo, sin preguntar, como si una extraña fuerza me llamara,
llegué a Gion. Al contrario de lo que me pasó al llegar a Japón, ahora tuve la
sensación de haber estado allí antes, de conocerlo desde siempre. Como si fuera
el sitio donde siempre debí estar. Los aromas, las casas de té, todo era como
había imaginado. Una geisha se cruzó conmigo, me miró y me sonrió. No es
habitual. Son muy reservadas y evitan interactuar con desconocidos. Pero, por
alguna razón, me sonrió. Y yo fui la persona más feliz sobre la tierra.
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