jueves, 12 de marzo de 2015

La llamada de una Geisha

Era un viaje muy largo. Tan largo que no merecía la pena llevar apenas nada. No sabía cómo llegar, ni sabía cuando volvería. Pero nada de eso tenía importancia. Algún día visitaría una casa de té y me sentiría cerca de Sayuri San. Algún día pasearía por las calles de Gion y sentiría el olor de la madera y del perfume de sus okiyas. Sólo estar cerca de una geisha habría compensado cualquier contratiempo que pudiera surgir en el camino.
gion, kyoto
Foto: tokyobling.wordpress.com

El idioma desde luego sería un obstáculo. Conseguí aprender mi primera frase en japonés: Nagoya-eki wa doko ni arimasu ka?. Tal vez ni siquiera fuera exactamente así, pero era cuanto necesitaba saber a mi llegada. Sin duda el problema sería entender la respuesta, pero ese puente ya lo cruzaría cuando llegara.

No iba completamente a la aventura. Antes de dirigirme a mi destino, debería visitar a alguien conocido que me enseñaría los mínimos para moverme en el país. No es menos cierto que llegar a Ugata era más complicado que llegar a Kioto, pero el aprendizaje compensaría el esfuerzo. Había imaginado muchas veces la llegada, pero apenas respiré el aire japonés me di cuenta de que la realidad contenía mucha más magia de la que había alcanzado a figurar en mis sueños más delirantes.


Fue un regreso a la infancia. No podía leer, no conocía las reglas sociales, no sabía contar las monedas, no sabía cómo coger un tren... Tenía que aprenderlo todo. Por alguna razón, todo eso me hacía sentir reconfortado. Al igual que los adultos tienden a cuidar espontáneamente a un niño desvalido, los japoneses se esforzaban por hacerme la vida fácil. Y eso me hacía sentir niño, y me hacía sentir bien. La vida cobraba un color y una ilusión que casi había olvidado.

Nacho en Nara

Eran mis primeras horas. Logré subir al tren en dirección Nakagawa. Mi primer gran éxito, que disfruté igual que un niño disfruta el primer viaje sin sus padres. Me llevó mucho tiempo averiguar dónde debía bajarme. El revisor ponía todo su interés en explicarse, pero nada de eso servía con mi nulo conocimiento del idioma. Por fin encontró la solución: sacó un papel con sumo cuidado, escribió unos kanjis que según parece decían Ugata, y debajo 17:11. Aquel día aprendí que en Japón la puntualidad era muy importante. Me quedaban unas horas y muchas paradas, y en el camino tuve mis primeras sensaciones del país. Esperaba un entorno más urbano, pero empecé a notar cómo la naturaleza se colaba en cada minuto de la vida diaria japonesa. Las puertas torii reservaban espacios sagrados aquí y allá, espacios de paz, de quietud, de reconexión con el yo más íntimo. A las 17:11 el tren paró en una estación pequeña. Me bajé y conseguí encontrar unos kanjis iguales a los que me había pintado el revisor. Estaba en el sitio correcto, había llegado a Ugata.

Los días fueron pasando deprisa. Siempre había cosas nuevas que descubrir, cosas nuevas para sorprenderse. Era un invierno muy duro y a veces el viento de Siberia te invitaba sólo a quedarte en casa y mirar por la ventana la organizada vida japonesa. Lo que iba a ser una corta estancia se aproximaba ya a los cuatro meses. Y seguía teniendo pendiente mi visita a Gion. Había estado en Kobe, Osaka, Nara, Nagoya, Toba,...pero Kioto siempre se quedaba fuera por una u otra razón. 
Por fin llegó el día. De forma accidental, sin programarlo, me encontré en Kioto. Me dejé ir por la ciudad para perderme y descubrir. Sin buscarlo, sin preguntar, como si una extraña fuerza me llamara, llegué a Gion. Al contrario de lo que me pasó al llegar a Japón, ahora tuve la sensación de haber estado allí antes, de conocerlo desde siempre. Como si fuera el sitio donde siempre debí estar. Los aromas, las casas de té, todo era como había imaginado. Una geisha se cruzó conmigo, me miró y me sonrió. No es habitual. Son muy reservadas y evitan interactuar con desconocidos. Pero, por alguna razón, me sonrió. Y yo fui la persona más feliz sobre la tierra.

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